“Existen enfermedades que se incuban durante mucho tiempo, pero de las que no se toma conciencia más que cuando su obra subterránea casi ha concluido. Es solamente hoy, cuando los modernos han llegado a experimentar el presentimiento de un destino sombrío que amenaza a Occidente; desde hace siglos algunas causas han actuado provocando tal estado espiritual y material de degeneración que la mayor parte de los hombres se encuentran privados, no solo de toda posibilidad de revuelta y retorno a la "normalidad" y a la salud, sino igualmente, y sobre todo, de toda posibilidad de comprender lo que está "normalidad" y salud significan”. (cita textual) [1]
Estamos viviendo una crisis inimaginable. Pero no una crisis solamente económica, política, social o religiosa. Lo que se vive es una crisis de los fundamentos, una crisis de origen, una crisis de causa que traspasa toda frontera generacional, que ha iniciado hace ya varios siglos y de la cual no tendrá un fin que sea reconocido para el hombre moderno hasta que no exista una regeneración o revuelta de la tradición como fundamento.
Hablar de la tradición, no es un aspecto tan sencillo, incluso para los eruditos de la materia o pensadores de cátedra y sobre todo, porque existe una tendencia muy marcada en considerar que se trata solamente de un pasado lleno de costumbres, de comportamientos o saberes ancestrales que tienden a formar un mundo aparte, primitivo o “poco desarrollado”. Peor aún con la pedantería pseudocientífica moderna todo lo que se ha denominado tradición, inmediatamente es tachado de supersticioso, imaginario, o fantasioso.
Cuando hablamos de tradición y de modernidad, en realidad estamos hablando de una oposición entre tiempos. Pero no es una oposición relativa a dos partes homogéneas de un mismo tiempo, como si se tratara en forma lineal de una pre-historia (mitología) y de una historia en un orden cronológico de hechos evolucionados. Sino que la oposición de tiempos es cualitativa y sustancial, es decir, como experiencia o vivencia del tiempo.
Para el hombre tradicional la manera en que concibe su temporalidad en este mundo es trascendental, porque busca algo más allá de su propia materialidad. Por eso las grandes hazañas de héroes como Aquiles, Perseo, Eneas, Thor, Loki, o el mismo Bochica para nuestros antepasados muiscas, son un recuerdo de esa esencia mítica por la búsqueda de lo superior. El hombre moderno por el contrario sólo concibe su realidad dentro de esta materialidad, en función del mundo de los cuerpos situados dentro del espacio-tiempo, y cuando admite que existe algo más allá de lo sensible, inmediatamente lo cataloga como hipótesis científica, idea especulativa o dogma religioso.
Por tanto podemos afirmar que existen dos naturalezas, una de orden físico y otra de orden metafísico. La naturaleza mortal y la naturaleza inmortal. Existe la región superior del “ser” y existe la región inferior del “devenir”. Cuando hablamos de un orden físico es decir del devenir, hacemos referencia al mundo de los cuerpos sometidos a unas reglas de la física, que cambia, que se mueve, lo que es el mundo visible. Por otro lado, el mundo metafísico hace parte de todo aquello que va más allá de lo físico, más allá del tiempo, es el estudio del ser, sus principios y de sus causas, es decir lo invisible, que requiere por supuesto, de una intuición espiritual.
El conjunto de civilizaciones de tipo tradicional se caracteriza por una sensación supra-temporal, es decir como ya lo hemos dicho, más allá del tiempo. Si miramos los grandes imperios como los egipcios, los hinduistas, los babilonios, los griegos, los romanos, la hispanidad cristiana o los incas, los mayas, la confederación muisca, etc… todos tenían una comprensión del tiempo trascendental, es decir, no se veían así mismos como meros Estado-Nación pasajeros, tal vez como sucede en la actualidad, sino por el contrario como una continuidad de un proceso inacabado, inagotable, de una vida nueva en consonancia con el orden metafísico y que todo acto terrenal tendría una repercusión en la eternidad. Como diría el historiador romano Salustio, la tradición, no “fue” una vez sino “es” siempre.
Para el hombre moderno el asunto se envuelve dentro de un problema de historicidad, de carácter positivista, material, racional y empírico, porque todo lo quiere comprobar, medir y cuantificar de tal forma que la ciencia no logra penetrar en sitios como el mito, la leyenda o la saga que adquiere una validez elevada del conocimiento más real. Por ese motivo toda ideología moderna se comporta de forma inmediatista, contradictoria, y siempre está buscando superarse pero dentro de una materialidad o un orden puramente físico.
Ahora bien, como la tradición es una categoría universal de carácter supra-temporal, supra-histórico y supra-racional, eso significa que debe tener su propio método de análisis, puesto que toda forma que la modernidad pretenda abordar el tema, será infructuoso. Esto conlleva a entender la importancia de un doble principio: 1) que sea ontológico (del propio Ser o existencia de todo) y 2) que sea objetivo (externalidad como reconocimiento de las cosas). Lo anterior tiene una correlación de elementos análogos con: lo epistemológico (conocimiento cabal de las cosas) y con lo subjetivo (lo intrínseco o interno de las cosas). Cuando decimos que es una categoría universal hacemos referencia a que la tradición comprende absolutamente todo cuanto existe, no es una porción de realidad sino es la unidad misma. Y por método tradicional podemos afirmar que es la objetividad trascendente.
La tradición comprende una realidad metafísica, donde todas las representaciones mitológicas, teológicas o religiosas, tienen el valor de un símbolo que era preciso resolver en una experiencia interior. Como señala el psicólogo Carl Gustav Jung: “El hombre actual ya no es capaz de crear fábulas. Por ello se le escapan muchas cosas, pues es importante y saludable hablar también de cosas inaccesibles”. Cuando existe un desprendimiento o liberalización de todo elemento tradicional inmediatamente se pierde el significado del símbolo, de la autoridad, de la comunidad y de la espiritualidad.
Por eso hoy la modernidad tiene unos problemas profundos en las denominadas sociedades “libres”. Por ejemplo el consumismo es completamente absorbedor, la depresión y las tasas de suicido son alarmantes a pesar de una opulenta riqueza económica; en sociedades comunistas o totalitarias la esclavitud es tan tenaz que no hay forma de que haya ni un mínimo reclamo y en ambas sociedades el elemento espiritual es completamente nulo, porque la vida material encapsula toda forma trascendental del ser humano.
Así es que no existe idea más absurda, que la del progreso, que con su senda soberbia se autoproclama superior a toda civilización, cuando no es más que las postrimerías de una agonizante modernidad que se autoconsume así misma en un proceso de degradación conceptual y de canibalismo teórico. La modernidad siempre buscará atacar los cimientos del orden metafísico, por su jerarquía en unión con Dios supremo, quien constituye la misma sustancialidad de la materia. Por ejemplo, atacaran el matrimonio porque representa la unión solemne y sagrada del hombre con la mujer para la procreación de vida (la divinidad), que a su vez origina la familia (la realeza), epicentro de los grandes lazos de sangre, dando como resultado el orden social (la casta), a partir de unos fuertes valores y el símbolo terrenal, el Imperio.
Nunca olvidemos que el sustento de todo lo anterior es un fervor espiritual. Sin ese componente todo se convertirá en una creación forzada por la violencia, es decir lo que llaman el imperialismo, que no sería más que una estructura mecánica sin sentido, sin dirección y por ende sin alma.
La tradición es una herencia inmanente a la condición humana. Lo que quiere decir que esta, está intrínsecamente en la naturaleza del ser humano y en su constitución biológica, física, existencial y metafísica. Por esto violar o trastocar la tradición implica traicionar la condición, la bilogía, la existencia y la esencia de la naturaleza humana. Por ello, toda sociedad que relativiza la tradición y la degrada, sufre un extravío conceptual de la realidad en su conjunto, y toda sociedad que elimina la tradición se dirige a la autodestrucción.
Hablar de la trascendencia de la tradición es un lugar común, pero habitualmente se conoce que la tradición es inmanente a la condición humana. Lo que quiere decir que esta, está intrínseca en la naturaleza del ser humana y en su constitución bilógica y física. y que tras tocar la tradición, implica traicionar la condición, la bilogía y la naturaleza humana. Por ende, toda sociedad que relativiza la tradición, sufre un extravío conceptual de la realidad, y toda sociedad que elimina la tradición se dirige a la autodestrucción.